Durante esta etapa de lanzamiento de nuestro nuevo sitio web, escríbenos tus dudas, consultas o comentarios al WhatsApp +569 3455 2723.
A partir del estudio de un caso concreto en un laboratorio chileno de neurociencia visual, el filósofo Juan Manuel Garrido indaga en las decisiones técnicas y conceptuales que dan forma al trabajo científico. Más allá de los resultados, el proyecto revela cómo la creatividad, la innovación y la capacidad de intervención son clave para comprender lo que realmente hace la ciencia cuando busca entender fenómenos complejos como la visión.
El director del Doctorado en Filosofía, en el contexto del proyecto Fondecyt titulado “Concepts, causal connections and testable predictions in experimental neuroscience. A case of non-exploratory, theory-oriented research practice in a Chilean visual neuroscience laboratory”, se propuso estudiar aspectos de la práctica experimental en neurociencias junto a un equipo de investigadores. A partir de un caso concreto —un programa de neurociencia visual en un laboratorio chileno—, se analizaron los métodos, decisiones técnicas y criterios que estructuran el trabajo científico en torno a ciertas preguntas de investigación. En esta entrevista, Garrido explica por qué la creatividad en un laboratorio es clave en la ciencia y qué revela la experimentación sobre el vínculo entre conocimiento y tecnología.
Lo que queríamos era entender cómo funciona la ciencia en la práctica concreta del laboratorio. Para eso reconstruimos un caso de investigación en neurociencia visual que se desarrolló en Chile entre 2002 y 2008, y analizamos cómo ese grupo de investigadores formuló sus preguntas, diseñó sus experimentos, procesó sus datos y armó modelos para poner a prueba sus hipótesis. Nos interesaba ver no solo con qué herramientas trabajaban, sino también qué criterios usaban para decidir si un experimento servía realmente para responder una pregunta, o si un tipo de análisis hacía que los datos dijeran algo relevante sobre esas hipótesis. No se trataba de evaluar sus resultados, sino de entender cómo van construyendo las preguntas y qué les permite que estas tengan sentido.
Nos llamó mucho la atención la tensión con la que convive la neurociencia experimental. Por un lado, se hace preguntas muy ambiciosas, como entender qué ocurre en el cerebro cuando “vemos” algo; por otro lado, entender datos técnicos y difíciles de conectar directamente con fenómenos cognitivos complejos. Esa distancia genera una especie de frustración constante, no porque el trabajo esté mal hecho, sino porque hay un desfase estructural entre lo que se quiere saber y lo que efectivamente se puede medir. Y ese es el punto crucial: ¿cómo se mide algo tan escurridizo como un proceso mental? Esa dificultad obliga a desplegar una enorme dosis de ingenio. Ahí es donde aparece algo que nos interesó mucho estudiar: la innovación técnica y la creatividad conceptual. Los científicos desarrollan nuevas formas de medición, diseñan algoritmos, construyen herramientas o adaptan tecnologías ya existentes, modelan, hipotetizan, especulan. Mucho del trabajo científico se juega en ese plano, en cómo transformar una pregunta difícil en un experimento posible e interpretable. Y ese esfuerzo, que muchas veces queda opacado por los resultados o las publicaciones, es una parte esencial del conocimiento científico.
No se trata de oponer una cosa a la otra, pero sí de entender que la ciencia no avanza solo por llegar a verdades, sino por todo lo que los investigadores aprenden a hacer en el camino. Un ejemplo claro fue el desarrollo de modelos de reconocimiento facial entre 2000 y 2020: son muy eficaces, aunque se basen en ideas equivocadas sobre cómo funciona realmente el sistema visual humano. En los laboratorios, los investigadores no solo “observan” fenómenos: necesitan producirlos (o simularlos) para poder investigarlos. Eso los obliga a crear condiciones muy controladas, lo que a su vez implica desarrollar la capacidad de intervenir, de hacer cosas (idealmente reproducibles). En ese sentido, el conocimiento no es solo descriptivo o explicativo: es algo que hace, opera, produce. Muchas de las tecnologías que usamos nacen de lo que los investigadores aprenden a hacer para plantear y resolver sus preguntas de investigación.
Me refiero al conjunto de mecanismos cerebrales que nos permiten procesar la información visual, desde que los fotones llegan a la retina hasta que logramos “ver” algo. Es una maquinaria compleja, que todavía no entendemos del todo, pero que ha sido objeto de un enorme esfuerzo por parte de la neurociencia.
El análisis filosófico de la ciencia admite enfoques muy diversos: aspectos lógicos, históricos, metodológicos, metafísicos, ontológicos, éticos, políticos, entre otros. A nosotros nos interesó la dimensión metodológica. Estudiamos cómo los científicos construyen sus objetos de estudio, cómo evalúan la calidad de los datos que tienen, cómo deciden qué instrumentos desarrollar o adaptar. Esa dimensión práctica de la ciencia es fundamental, y muchas veces queda invisibilizada. Lo que buscamos mostrar en el proyecto es que la ciencia no solo descubre cosas del mundo, sino que también inventa formas de observarlo. Una filosofía centrada en esa dimensión metodológica tiene mucho que aportar. No se trata de intervenir en los problemas técnicos del teórico o del experimentador (¡no vamos a ir desde otra disciplina a decirles cómo hacer su trabajo!), sino de contribuir a una comprensión más amplia de qué es lo que la ciencia hace: cómo opera, cómo produce objetos, cómo transforma el mundo. Y esa comprensión es una necesidad que tenemos todos, científicos y no científicos.
Muchísima. La forma de ser o de hacer de la ciencia no incumbe solo a los investigadores curiosos, sino a todos los que usamos (y consumimos, aplicamos, enseñamos, vendemos, discutimos, admiramos o incluso mitificamos) conocimiento científico). Sobre todo hoy, cuando casi no queda aspecto de la vida que no esté atravesado por las infraestructuras que ese conocimiento produce.