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Elizabeth Lira, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, releva la importancia de los cuidados y defensa luego del golpe militar

La historia de cuidados, defensas, reparaciones y solidaridad que se desplegó tras el golpe de Estado, en respuesta a los atropellos contra los derechos humanos, debe ser recordada: hay allí una lección que puede ser fundamento de la vida nacional.

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Luego del golpe militar que derrocó al gobierno del presidente Salvador Allende, Chile vivió en estado de sitio, como estado de guerra, durante un año, y bajo diversos estados de excepción hasta 1988. Los discursos y la prensa se refirieron a los partidarios del gobierno derrocado como enemigos, extremistas
y antipatriotas, justificando la detención de miles de personas en sus lugares de trabajo y en sus hogares, frente a sus familiares, en allanamientos violentos, experiencias casi imposibles de olvidar para las familias y, principalmente, para los niños de entonces.

Más de dos mil personas fueron ejecutadas y más de mil permanecen desaparecidas hasta hoy, sin que se conozca cómo fueron asesinadas y dónde quedaron sus restos. La tortura fue una práctica habitual cuyos alcances se han documentado en cientos de procesos judiciales y en la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura. El Estado fue condenado por la Asamblea General de Naciones Unidas por la violación a los derechos humanos desde 19732. Los partidarios de la Unidad Popular fueron expulsados de sus empleos, muchos de ellos debieron abandonar el país, otros fueron expulsados y no pudieron regresar hasta el fin de la dictadura. Las ejecuciones de dirigentes políticos y de organizaciones sociales, sindicales, y de reforma agraria se realizaron principalmente entre septiembre y octubre de 1973, en operativos locales, como los realizados en Lonquén, Paine y Mulchén, y se registraron los asesinatos cometidos por la «caravana de la muerte», que recorrió el país de norte a sur. Las embajadas se llenaron de personas que buscaban proteger sus vidas. El miedo y la desconfianza fracturaron las relaciones sociales.

Las nuevas autoridades denunciaron el Plan Z, descrito como una conspiración para asesinar a los opositores al gobierno de la Unidad Popular. Fue publicitado, afirmándose que gracias al golpe militar
se había impedido tal matanza. Miles de personas se sintieron salvadas y excusaron la muerte y la tortura de los enemigos. Sin embargo, los Convenios de Ginebra firmados por Chile en 1951 hacían inviolables las vidas y los cuerpos de los prisioneros. Décadas después, las sentencias judiciales demostraron que no hubo guerra, sino violaciones a los derechos humanos.

El cardenal Raúl Silva Henríquez creó, con obispos y pastores de algunas iglesias cristianas, el Comité Nacional de Ayuda a los refugiados (CONAR) y el Comité para la Paz en Chile (COPACHI). CONAR proporcionó asistencia a más de seis mil refugiados para su salida y reubicación en otros países hasta 1976.

El Comité de Cooperación para la Paz

COPACHI fue creado como un comité ecuménico dedicado a «atender a los chilenos que, a consecuencia de los últimos acontecimientos políticos se encuentren en grave necesidad económica o personal. Dicha comisión procurará asistencia jurídica, económica, técnica y espiritual», atendiendo distintas situaciones irregulares que «lesionaban la dignidad humana». Entre otras, despidos, expulsión de universidades, prisión, detenciones sin localización, condenas de civiles por cortes militares y personas en necesidad de asilo. El Comité se constituyó en varios obispados y se publicaron inserciones en diarios para dar a conocer sus servicios8. Se crearon redes de profesionales voluntarios para otorgar atención médica y psicológica a quienes habían sido sometidos a torturas y a sus familiares; a fines de 1974 se crearon policlínicos en zonas episcopales de Santiago.

La Conferencia Episcopal de Chile, en abril de 1974, con ocasión del Año Santo de la Reconciliación,
convocado universalmente por el papa Paulo VI, emitió una declaración, refiriéndose a la situación del país:

No dudamos de la recta intención ni de la buena voluntad de nuestros gobernantes. Pero, como Pastores, vemos obstáculos objetivos para la reconciliación entre chilenos. Tales situaciones solo se podrán superar por el respeto irrestricto de los derechos humanos formulados por las Naciones Unidas y por el Concilio Vaticano II, y que la Declaración de Principios [de la Junta] ha calificado justamente como «naturales, y anteriores y superiores al Estado». El respeto por la dignidad del hombre no es real sin el respeto de estos derechos. Nos preocupa, en primer lugar, un clima de inseguridad y de temor, cuya raíz creemos encontrarla en las delaciones, en los falsos rumores, y en la falta de participación y de información. […] Comprendemos que circunstancias particulares pueden justificar la suspensión transitoria del ejercicio de algunos derechos civiles. Pero hay derechos que tocan la dignidad misma de la persona humana, y ellos son absolutos e inviolables. La Iglesia debe ser la voz de todos y especialmente de los que no tienen voz.

En febrero de 1975, el Comité, con motivo de la inauguración del Año Judicial, hizo presente a la
Corte Suprema la preocupación de las iglesias sobre las condiciones de indefensión de los detenidos, analizando la situación de los arrestados por estado de sitio y el aumento explosivo de recursos de amparo. El 5 de septiembre, monseñor Fernando Ariztía, presidente de COPACHI, solicitó a la Corte de Apelaciones de Santiago que «designara un ministro en visita» para que procediera a investigar un listado de presuntos homicidios. Las peticiones no fueron acogidas.

La situación de personas detenidas cuya detención no era reconocida ni volvían a aparecer era una de las mayores preocupaciones del Comité. La Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos se había organizado en 1974. En 1975, la dictadura gestionó una operación comunicacional para encubrir su responsabilidad en la desaparición de personas. En medios de prensa internacionales se dieron por muertos en enfrentamientos en Argentina y otros países a 119 detenidos desaparecidos, causando gran conmoción entre sus familiares. Las informaciones resultaron ser falsas, pero las personas no volvieron a aparecer.

El 3 de octubre de 1975 se decretó la prohibición de ingreso al país del obispo luterano Helmut Frenz, uno de los fundadores de COPACHI, CONAR y FASIC. El día 17, la revista Mensaje publicó una declaración protestando por la medida, afirmando: «¿Es la protección de los derechos humanos la razón de fondo de la larga campaña desatada contra él? Obviamente pensamos que la defensa de los derechos humanos y el testimonio que esta lleva consigo no constituye en sí un delito. Más aún, creemos que es la auténtica exigencia del Evangelio».

Poco después, dieciséis personas del Comité fueron detenidas, incluyendo abogados y sacerdotes por haber protegido a dos dirigentes del mir16. La dina (Dirección de Inteligencia Nacional) detuvo, en la casa de los Padres Columbanos, a la dra. Sheila Cassidy, religiosa inglesa que prestó asistencia médica a uno de ellos, asesinando a la mujer que abrió la puerta de la casa17.

El Mercurio calificó la conducta del cardenal Raúl Silva Henríquez como «misericordia indiscriminada» al proteger la vida de los miristas perseguidos. José Aldunate s.j. respondió a través de la revista Mensaje.
Examinó la situación de quien «ayuda a un delincuente» (calificación de las autoridades del gobierno),
proponiendo un discernimiento crítico entre la ley y la justicia con misericordia. Dijo que si la Iglesia se lo
entregara a la autoridad:

El delincuente podrá ser torturado, sometido a vejámenes y abusos. No consta que vaya a ser escuchado, defendido y juzgado oportunamente y según derecho. Hasta podría ser simplemente eliminado. En estos casos, es claro que la situación cambia […] todo ciudadano honrado y de conciencia debe abstenerse de entregarlo […] por culpable que el delincuente pueda ser, y hacer lo posible por ocultarlo. […] la justicia del Evangelio, la justicia de Dios no coincide exactamente con nuestra justicia. Es una justicia que incluye la misericordia. […] En esta dialéctica entre la justicia establecida y la justicia por rehacer, la fuerza dinámica es la misericordia.

Sostener la solidaridad con los perseguidos tenía riesgos. ¿Cómo explicar por qué los cristianos (y los no
cristianos) se habían involucrado en esa solidaridad, siendo también perseguidos por ello y arriesgando
convertirse en víctimas? ¿Por qué proteger y defender a personas que tenían creencias e ideas políticas diferentes a las propias?

COPACHI cerró. En su breve existencia prestó servicios a miles de personas. Solamente en el área penal atendió a 17.500 personas entre 1973 y 1975, por situaciones relativas a privación de libertad, recursos
de amparo y otras.

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